La convivencia, un tanto histriónica, entre pescadores, campesinos y los nuevos moradores que han ido ocupando la Isla Blanca con su laxa filosofía de vida, hacen que Ibiza se parezca a esa muñeca rusa (Mamuska) que esconde otras más pequeñas en su interior.
La muralla de la Dalt Vila (La Ciudad Alta y casco histórico, es Patrimonio de la Humanidad por la Unesco) simula una cebolla y cada capa representa una de las muchas culturas que la han levantado a lo largo de los siglos: fenicios, cartaginenses, bizantinos, árabes y cristianos.
Un paseo por sus vetustas y empedradas callejuelas son sinónimo de silencio y vistas al mar. Un mar donde luce la Posidonia Oceánica en pugna con las embarcaciones propiedad de las nuevas grandes fortunas del planeta.
Las densas praderas de esta planta acuática y los arrecifes coralinos albergan a más de 200 especies acuáticas. Por este motivo el fondo marino en estas coordenadas también ha sido catalogado como Patrimonio de la Humanidad.
El color, la luz y la temperatura del agua (entre los 14 y 28 grados centígrados) son un poderoso imán para atraer a bañistas, amantes del buceo y navegantes. Sin embargo, el trasiego de yates, veleros, cruceros, ferries y demás naves pone en peligro este pulmón mediterráneo en el reino de Poseidón.
Todos esos barcos se citan en el puerto de Ibiza. Un desfile donde cada amarre presenta una embarcación más grande, más lujosa, más ostentosa que la anterior. El pantalán hace las veces de alfombra roja y ahora todo el mundo quiere conocer la isla desde el mar. Ha llegado un punto en el que se ven tantas personas en la arena como embarcaciones fondeadas en las playas y calas.
A bordo de una goleta la experiencia de navegar alrededor de la isla regala matices y rincones que desde tierra firme se escapan. La cubierta de este tipo de naves a base de madera y con cabos sueltos y amarrados por todas partes recuerda a la nave del contrabandista de whisky Cutty Sark Bill McCoy durante la época de la Ley Seca.
Navegando, el sonido atronador de los clubs que monopolizan la fama de Ibiza no tienen ni eco. En cambio, toman protagonismo chiringuitos de playa de alto standing. En la cala Jondal, salpicada aquí y allá por barcos de diferentes esloras, se encuentra el Blue Marlin. Rodeado de pinos, de ahí la denominación Pitiusa (abundante reserva de pinos, en griego) y lleno de camas balinesas se erige este local tan cool como reiterativo en la isla.
Los afortunados que arriban este cala a bordo de un barco, en este caso, goleta, disponen de un servicio de dingui (lancha a motor para trasladar a los tripulantes a tierra firme y viceversa) por parte de este chiringuito con categoría de Beach Club. La decoración es sencilla y atesora los encantos de la isla: prima el color blanco, una valla de madera de pino cerca el lugar y las camas con velos apuntan al mar. La magia se rompe con la lista de precios, que quita el hipo, como los barcos que fondean en el agua.
Pero para dejarte sin aliento la Isla Blanca tiene reservado las puestas de sol. Sin perder de vista la abrupta y agreste costa de Ibiza más allá de la proa de la goleta se adivina el islote de Es Vedrá. Las leyendas que lo envuelven evocan al Triángulo de las Bermudas, en su versión mediterránea. Cuentan que en esas aguas nunca ha perecido un marinero y que en sus peñascos cualquiera puede encontrar sustento y agua dulce para sobrevivir.
Además de mágico y místico, la Reserva Natural de Es Vedrá dibuja una de las postales más emblemática de la isla. En la costa, justo en frente de Es Vedrá y Vedranell, se ubica Atlantis. De esta cantera se extrajo la piedra con la que fueron levantando los pueblos que la iban conquistando la muralla que rodea la Dalt Vila. En la actualidad esconde una pequeña cala donde bañarse encierra algún que otro susto.
Desde este punto navegar a Formentera, el “ultimo paraíso del mediterráneo”, es una tentación en la que es fácil caer. Un viraje a estribor, otro a babor y un par de amagos de mareos después la goleta enfila rumbo a la otra Pitiusa. Su reducida accesibilidad es un filtro natural que evita la masificación. Sus 20 kilómetros de playa de agua del color del vidrio es gentileza de esa depuradora natural conocida como la posidonia oceánica y que cerca su costa.
La exclusividad de la que presume Ibiza, la goza Formentera, sin estridencias y de manera anónima y elegante. Al igual que en el puerto de Ibiza, pero en mucho menor número, aquí fondean imponentes yates y hermosos veleros. Este trozo de paraíso insular cautiva y atrapa.
La estancia en la isla siempre parecerá corta, como sus dimensiones, 83,2 kilómetros cuadrados, pero sopla el viento y hay que aprovecharlo para regresar a Ibiza, no vaya a ser que se pierda el avión y se alimente aquello que comenta Blas a los visitantes recién aterrizan.